La vals d’Amelie

Hoy os propongo un experimento. Leed este retazo de «literatura» de Infante Terrible, hacedlo muy despacio, a la vez que suena La vals d’Amelie. Después, si quereis, contadme vuestras sensaciones.

Mientras escucho la melodía que desprenden las delicadas teclas del piano, las vibraciones de sus cuerdas entran en mi pecho. Retumban. Al principio es como si un hilo de agua fría recorriera mi espalda, helándome la piel. Como cuando sales con la cabeza mojada a la calle.

En mi mente aparecen las olas del mar, rompiendo contra las piedras, azules, espumosas. Retirándose de la orilla y estrellándose contra las rocas una y otra vez.  Primero muy despacio, luego más rápido, cada vez más. Me salpica el agua salada en la cara.

De la melancolía de un amor perdido, de los que ya jamás vuelven, de esos que te arrancan un trozo del alma para siempre, la melodía in crescendo me hace pasar a un estado de arrebato, enciende mi corazón de nuevo. Siento rabia, impotencia por no haber sabido cuidar el amor que ya se ha ido. Por más que luche jamás volverá.

Los bemoles de la música, las tonalidades menores, me devuelven al estado de melancolía, hasta llegar a permanecer inerte, inmóvil.

Me visualizo como un muñeco gastado, roto, abandonado sabre una cama. Y la música se extingue, y el amor se extingue, todo termina. Las aguas del mar quedan mansas, como un espejo, en calma, esperando a que todo empiece de nuevo.